Hola a todos,
Hoy comienzo este blog sobre nuestro viaje por el oeste de Canadá.
Por hoy os adelanto solo algunas fotos… en el próximo sitio donde tenga internet empezaré a subir también texto y más fotos.
Si barajáis la posibilidad de viajar con niños pequeños en una furgoneta, durmiendo en campings sin más infraestructura que grifos de jardín con agua potable, baños de los de pelis del oeste (casita de troncos y tarima de madera con agujero sobre pozo de compost, sin agua de ningún tipo) y bases circulares de hierro oxidado para cocinar sobre brasas, este es vuestro blog… pero también lo es si os interesa la naturaleza en estado salvaje, salmones luchadores, osos perezosos, marmotas silbadoras, ardillas hambrientas, mapaches ladrones y compañía… o solo respirar un poco del aire frío de las Rocosas, cargado de olor de resina y flores, y compartir la felicidad de la vida sin la engañosa comodidad del mundo civilizado, que nos va, poco a poco, reduciendo nuestra resistencia, hundiéndonos cada vez más entre los mullidos cojines del sofá, hasta que ya nos olvidamos de cómo salir a la libertad.
¡Hasta dentro unos de unos días!
2019_07_12 viernes. De Ginebra a Vancouver.
Salimos de casa hacia las 5:30 de la mañana para coger nuestro avión que sale a las 7:20. Llegamos bien al aeropuerto y nos ponemos en la cola de Delta para facturar el equipaje y sacar las tarjetas de embarque. En realidad, se trata de Air France, ya que son ellos quienes operan el vuelo. Ayer por la noche intente imprimir las tarjetas de embarque por Internet, pero me resultó imposible porque cada vez que lo intentaba me aparecía un mensaje de error que me decía que solamente podré sacar las tarjetas de embarque en el aeropuerto. Cuando llegamos al mostrador le doy los pasaportes a la empleada, quien, tras mirarlos y buscar nuestras tarjetas de embarque en el ordenador, empieza a poner caras y nos pregunta si hicimos la autorización de entrada electrónica (el eTA), es decir, el equivalente del visado para aquellas nacionalidades que no requieren visado. Le respondo que sí, a lo cual ella me pregunta si los hemos imprimido. Nuevamente respondo que sí y sacó las fotocopias de la cartera para enseñárselas. Al tiempo que las está mirando me doy cuenta del error: confundí una “o” con un cero en el pasaporte de Nora, así que el número en el eTA evidentemente no cuadra. Se lo explico a la empleada y me dice que tengo que solicitar una nueva autorización, pero me dice que no hay acceso Wi-Fi la parte francesa del aeropuerto de Ginebra. Le digo que yo no tengo Internet en el teléfono y entonces, amablemente, me deja su tableta. Le digo que yo nunca utilice una tableta y que no sé usar pantallas táctiles, así que me tiene que poner la página del sistema de autorización de visados del gobierno de Canadá, o por lo menos la página de Google donde yo lo puedo encontrar. Se le ponen los ojos como platos, pero sin decir nada busca la página de Google y me y me da su tableta. Bajo la presión implacable del tiempo, y tras una dura lucha con la pantalla táctil, logro con más pena que gloria cumplimentar el interminable formulario, y tras varios intentos fallidos realizar el pago. A los pocos instantes Nora recibe el correo electrónico que le confirma la aprobación del eTA. ¡Bien!
Cuando ya creemos que todo va a ir bien, de repente, la empleada de Air France me dice que tengo que pagar la reserva de los asientos y me pide 130 €. Le digo que ya la he pagado por Internet, que tengo las facturas, y las saco y se las enseño. Entonces ella se pone a llamar por teléfono a París porque en su ordenador no tiene forma de sacarnos a tarjeta de embarque hasta que no paguemos los asientos (otra vez). En este momento me arrepiento de haber comprado un billete en código compartido con Air France: llevo 25 años viajando con esta compañía, más por falta de alternativas que por voluntad propia, y siempre he tenido problemas: retrasos, cancelaciones, overbooking, errores de pago…
Tras mucho insistir por fin la empleada consigue que nos den los asientos sin tener que pagarlos otra vez, factura nuestro equipaje, e imprime las tarjetas de embarque. Por fin podemos ir al vuelo.
A partir de aquí estamos en manos de Delta, compañía que no conozco mucho, pero que ahora funciona la perfección. El viaje se me hace menos largo de lo que hubiera pensado: los niños juegan, ven algún dibujo animado, hacen dibujos… Pero dormir, no duermen ni un instante. Nora y yo no jugamos, ni vemos dibujos animados, ni hacemos dibujos, pero dormir, dormimos como dos troncos. O más bien: dormiríamos como dos troncos, ya que Abel y Rita nos despiertan cada poco.
Llegamos a Vancouver en muy buen estado, aunque mucho más cansados de lo que querríamos. Al menos yo lo estoy: los últimos siete meses han sido muy intensos desde todos los puntos de vista, sobre todo marzo, abril y mayo. El trabajo, un curso nocturno que seguí en la universidad de Ginebra, los libros, los niños, y todas las restantes obligaciones cotidianas que nos van robando poco a poco la vida sin darnos cuenta terminaron por pasarle factura a mi salud. Durante el mes de junio tuve todo tipo de síntomas, sobre todo gastrointestinales, cuya causa no puede identificar ni yo, ni los médicos que me miraron por arriba, por abajo, por fuera, y por dentro. En el sistema entérico tenemos nuestro segundo cerebro, así que probablemente la causa de toda esta sintomatología indefinida fuera psicosomática, sobre todo por una tensión intelectual constante entre lo que es y lo que debería ser: no puedo quitarme de la cabeza la sensación de que no debería estar haciendo muchas de las cosas que estoy haciendo y de que debería, en cambio, dedicarme a aquello en lo que puedo ser yo mismo y dejar un legado a la humanidad: la escritura.
Tardamos bastante en cruzar la frontera porque en el formulario de declaración obligatoria de aduanas puse que llevábamos comida (supongo que fue un error) y nos pusieron en una fila interminable diferente de la fila principal para hacernos preguntas sobre aquello que llevamos en las maletas. Al final, aparte de la espera y el tiempo perdido, todo sale bien.
Salimos de la terminal y allí nos está esperando Sandra con la furgoneta: una Volkswagen de principios de los años 90 del modelo que en Europa se llamó durante bastante tiempo California y luego fue recibiendo otros nombres. En realidad, es la Transporter larga o la T4, no estoy seguro, equipada con un techo alzable bajo el cual hay una cama para dos personas, con una cocina, armarios, nevera, doble batería para alimentar las instalaciones, y el asiento de atrás que se convierte en otra cama doble.
Salimos del aeropuerto con Sandra en la furgoneta y vamos hasta su oficina, donde firmamos los papeles, le dejamos nuestras maletas vacías para no cargar con ellas, revisamos todo, pagamos y nos vamos. Atravesamos todo Vancouver desde el sur hasta el norte donde se encuentra nuestro primer camping. Después de una parada más larga de lo que quisiéramos para llenar la despensa llegamos, por fin, al camping.
Son las 6:00 de la tarde, con lo que llevamos más o menos 24 horas sin dormir… Por eso escogimos este camping en la ciudad. Cuando estuvimos aquí hace 14 años me puse a conducir después de haber aterrizado, en el mismo estado que hoy, hacia un camping lejos de Vancouver y en el primer paso a nivel ferroviario cerrado me quedé tan profundamente dormido que tuvo que venir el del coche de atrás a despertarme.
Es un camping urbano con duchas (incluso con agua caliente), electricidad, Wi-Fi, y hasta una piscina y un pequeño jacuzzi. Primer baño en Canadá con los niños… Que están como locos con toda la emoción del viaje, el mundo nuevo en el que se encuentran, y también que Abel nunca vio un jacuzzi.
Después del baño a cenar, preparar la furgoneta por el largo viaje, y a dormir un sueño como los que dormíamos cuando éramos niños. Mañana será otro día.
2019_07_13 sábado. De Vancouver a Campbell River (en la isla de Vancouver)
Los niños se despiertan hacia las 5:30 de la madrugada: el cambio horario no perdona. Mejor: así no perdemos el ferry que tenemos que coger para ir hasta la isla de Vancouver. Nos preparamos rápido y vamos a la terminal del ferry en Horseshoe Bay, donde, tras una pequeña pausa para devorar una caja de los excelentes arándanos de la Columbia británica, entramos con la furgoneta en el vientre de un enorme ferry que nos llevara hasta Nanaimo, en la isla de Vancouver. Desde allí unos 180 km hasta Campbell River, nuestro destino en la isla.
Por el camino cae un aguacero de los que veremos muchos en nuestra estancia en la isla, pero al llegar a Campbell River se despeja y podemos visitar una pequeña exposición de esculturas hechas con motosierra en un pequeño parque junto al mar.
De allí vamos directamente nuestro camping en un pequeño parque provincial a unos 5 km de Campbell River: Elk Falls. A partir de ahora pasaremos todas nuestras noches en Canadá, salvo una o dos excepciones, en campings de parques provinciales del Estado. Son, sin duda alguna, los que más cerca te permiten estar de la naturaleza. En general solamente tienen el equipamiento básico, o sea, inodoros secos directamente sobre un pozo donde todo lo que cae, antes o después, se convierte en compost. Por simples que parezcan, en realidad, tienen un diseño muy bien hecho: en la parte trasera de cada uno de estos baños (casetas individuales de madera de 2 × 2 m) hay una chimenea de entre tres y 4 m de altura que sale directamente del pozo donde está el futuro compost, con lo cual, gracias al tiro de la chimenea, se genera una corriente de aire que entra por la puerta y las ventanas de la caseta, pasa a través del pozo, y sale hacia lo alto donde se lo lleva el viento. El resultado es que dentro de las casetas no hay ningún olor. A los niños les encanta… así son los niños: sin perjuicios, juzgan la realidad que ven ante ellos, en lugar de ir con la idea preconcebida de que va a ser malo.
Aparte de los inodoros, en general solamente cuentan con una serie de grifos de jardín de los que sale agua potable repartidos por el camping, pero en algunos campings hay verdaderos pozos de los que hay que sacar el agua a pulso con una manivela. A los niños les encanta todavía más… Y a nosotros nos parece perfecto.
La enorme ventaja que ofrecen estos campings respecto a los privados (que lógicamente tienen duchas, agua caliente, inodoros con agua, Wi-Fi, electricidad…) es que en los de los parques provinciales la naturaleza está intacta y quedarse en ellos es lo más parecido a hacer camping salvaje en medio del bosque. Además, como son sin ánimo de lucro, no intenta meter al mayor número de clientes en el menor espacio posible: cada plaza de camping es enorme, tiene su propia mesa de madera, y una plataforma circular de hierro macizo con una reja encima para hacer fuego y barbacoa.
A los niños les gusta especialmente la hoguera que hacemos cada noche, para cocinar, o solo para calentarnos y quedarnos absortos en la belleza del fuego.
Estos campings generalmente se encuentran en algún sitio natural más o menos protegido: bosques primitivos, ríos llenos de salmones, lagos de aguas frías y color turquesa… Los animales son invitados frecuentes de estos campings: hay muchísimas ardillas y aves, pero también hay muchos ciervos, y, aunque por ahora no hayamos visto ninguno, bastantes osos. Estos últimos pueden representar un peligro y si se acostumbran a la gente, antes o después, terminan teniendo que sacrificarlos. Por eso hay unas reglas estrictas que prohíben dejar cualquier tipo de comida y en general cualquier cosa que tenga olor y que pueda atraer a los animales, y con ello a los osos, al camping. Todos los campings están equipados con basuras de hierro cuya tapa sólo se abre con un resorte cuyo manejo requiere cierta inteligencia o habilidad manual que el oso no posee. También tienen todos una especie de grandes arcones metálicos en los que todos los que vengan al camping sin automóvil o caravana (por ejemplo a pie o en bici con tiendas de campaña) están obligados a depositar toda su comida y cualquier otro artículo que pueda emitir un olor atractivo para los animales (estos arcones tienen un resorte similar a los de la basura).
Cuando apartamos la furgoneta en nuestro sitio y dejamos salir los niños se ponen como locos: están en medio de un bosque tan espeso que casi ni siquiera se ve el sol más allá de las copas de los pinos, hay pequeñas hogueras en cada uno de los sitios de camping que inundan el ambiente con olor a pinos, fuego y barbacoa. Detrás de los árboles corre un río en el que se pueden bañar. No hay vallas, ni barreras, ni ningún impedimento su libertad: son felices. En un par de minutos ya están jugando a correr aventuras en el bosque, a construir casas para las ardillas, hacer torres con piedras en equilibrio… y miles, infinitos juegos más, tan infinitos como su imaginación. Lejos de las aburridas pantallas, lejos de teléfonos y ordenadores, lejos de todo aquello que va convirtiendo a muchos niños en pasajeros de la nave espacial de Wall-e. Aquí pueden desarrollar verdaderamente su imaginación, su habilidad manual, su fuerza y destreza. Aquí pueden comprender cómo se vive sin calefacción, como cuando hace frío hay que vestirse y cuando hace calor hay que desvestirse. Aquí aprenden a convivir con la fauna, incluidos los insectos, que son como los pimientos del padrón: unos pican y otros non.
Mientras los niños juegan, enciendo la hoguera y montamos la furgoneta para dormir. Cenamos y nos acostamos hacia las 8:00 de la tarde, que para nosotros son ya las tantas de la mañana. El murmullo del río entre los árboles nos acuna durante tres minutos y luego todo es sueño.
2019_07_14 Campbell River. Parque Nacional Strathcona.
Hoy los niños duermen un poco más: se despiertan las 6:00 de la mañana… Y nosotros con ellos. Desayuno entre ardillas y pájaros, con el rumor del viento entre los árboles y sin insectos.
Cogemos la furgoneta y nos dirigimos al parque nacional de Strathcona por una carretera estrecha y tortuosa que discurre entre bosques de pinos, lagos y ríos libres de toda huella del ser humano. Después de una hora conduciendo llegamos a una caseta de información donde una señora muy amable nos propone una serie de excursiones y nos explica la historia del parque. Antes de irnos, les regala los niños una especie de gorras con cuernos de alce. De las muchísimas excursiones que hay nos decantamos por una que sube hasta unas cascadas que se encuentran en el fondo del valle. Excursión corta, 7 km ida y vuelta, pero que da la impresión de recorrer paisajes nunca antes pisados por el hombre. Además, es la distancia justa para recorrerla antes de que los niños se empiecen a cansar.
Otro aliciente que ofrece esta excursión es que para llegar hasta el aparcamiento de la senda que lleva a la cascada hay que pasar por una explotación minera a cielo abierto todavía en funcionamiento. A la entrada del recinto de la mina hay un guardia con una lista de entradas y salidas: al entrar toma nota del número de la matrícula, el número de personas, y uno de ellos tiene que firmar (evidentemente es para que no se quede nadie sin control en el territorio de la mina y para una posible evacuación en caso de accidente). La mina es impresionante: están todas las piezas, como en un lego, y desde lejos todo parece normal, pero a medida que te vas acercando te das cuenta de que toda la maquinaria está sobredimensionada. Camiones gigantes con ruedas de entre tres y 4 m de diámetro, excavadoras con plumas interminables y cucharas en las que prácticamente cabe nuestra furgoneta y un par de coches más… Paisaje industrial realmente impresionante. Luego, al principio de la senda, y tres contenedores de acero que parecen cajas fuertes por el grosor de las paredes: son los polvorines de la mina donde guarda los explosivos lejos de las instalaciones y lugares de trabajo donde están los operarios.
Después de la excursión, y tras haber atravesado nuevamente la mina y haber firmado el correspondiente registro de salida, nos dirigimos a buscar un sitio para comer. No tardamos en encontrar uno junto al lago. Canadá es el país de las furgonetas y el picnic: está plagado de campings, zonas recreativas y aparcamientos con mesas y bancos en medio de la naturaleza. Nosotros nos paramos junto a un lago con la intención de bañarnos antes de comer, pero al final puede más el hambre y mientras estamos comiendo llega una tormenta que enfría el aire y nos regala una buena ducha gratis de lluvia. Decidimos regresar al camping.
En el camino de vuelta, sin embargo, encontramos una desviación que baja a otro lago justo cuando sale el sol, así que decidimos ir a ver. Uno más de los millones de lagos de aguas cristalinas con que cuenta Canadá. Nos bañamos y luego salimos hasta el final de un pequeño espigón de madera para ver qué está pescando un niño de unos cinco o seis años con una caña de pescar. Al llegar vemos que al final del sedal no tienen cebo sino un cacho de chorizo o salchicha atado: está cogiendo cangrejos de río. A Abel y a Rita enseguida les entran también ganas de pescar así que voy a buscar las cañas al coche y nos ponemos todos a cangrejos de río con cachos de un pez muerto que encontró Rita entre las piedras de la orilla. Es mucho más divertido de lo que pensaba: los cangrejos de río se agarran al cebo y lugar de soltarlo cuanto más tiras más se agarran… Lo difícil es sacarlos del agua sin que se caigan, ya que cuando se sienten fuera de su elemento tienden a soltar presa y se caen. Al final cogemos cuatro o cinco bastante gordos, pero como son demasiado pocos para comerlos y como parece que hay que tenerlos un par de días en agua para que se limpien por dentro, decidimos soltarlos.
De allí al camping, hoguera, cenar, cuento para los niños y a la cama. Otro día bonito.
2019_07_15 Campbell River. Pesca.
Nos levantamos temprano porque a las 8:30 tenemos que estar en el puerto para coger un chárter de pesca. A las nueve ya estamos surcando el océano en una lancha con el capitán y nosotros cuatro. Tardamos una media hora en llegar al caladero donde hay otras muchas lanchas. Pescamos a la cacea, bastante despacio, con cucharillas metálicas de unos 8 a 10 cm de longitud. Unos 2 m antes de la cucharilla se engancha sedal una pieza rectangular de plástico brillante de unos 20 cm de longitud por 5 de anchura que se llama flasher y que sirve para llamar la atención del pescado que luego se lanza sobre la cucharilla. No llevamos ni un cuarto de hora caceando cuando pican, primero en una de las dos cañas y enseguida en la otra. Cogemos dos salmones reales (en inglés llamados chinook, king, tyee, springs…) casi simultáneamente: el de Nora los sacamos y mide unos 70 cm y seis kilos, pero el mío, del mismo tamaño, lo soltamos. La verdad es que me da mucha pena soltarlo por varios motivos: el primero porque es un salmón precioso, de los que yo tengo pocas oportunidades de coger en mi vida, y el segundo porque no me gusta la pesca sin muerte, no por crueldad, sino todo lo contrario: siempre he pescado sólo lo que podía comer y nunca le vi sentido a sacar peces y soltarlos sólo por diversión. El problema es que la nevera de la furgoneta es demasiado pequeña y el congelador que tiene es simbólico así que no sé qué íbamos a hacer con más kilos de pescado. De hecho, los seis kilos del que acabamos de coger nos van a bastar para bastantes días.
A pesar de ello seguimos pescando y sacando salmones como soles, de los cuales decido quedarnos con uno más: un salmón coho (tb. llamado salmón del pacífico o plateado) hermosísimo de criadero. “De criadero” significa que la reproducción se ha llevado a cabo en un criadero y que lo han soltado cuando era alevín, por lo cual, en realidad, de fuerza, de sabor y de textura es igual que un pez silvestre. Lo que pasa es que los salmones coho que no son de criadero hay que soltarlos y sólo se pueden conservar los que sí son de criadero. La forma de distinguirlos es que a los de criadero, antes de soltarlos, les amputan la aleta adiposa, y como no vuelve a crecer también de adultos se sabe que es de criadero.
Después de la pesca estamos un poco en la ciudad de Campbell River, donde nos enteramos de que hay varios sitios en los que puedes llevar tu propio pescado para que te lo ahúmen y así poder conservarlo durante mucho más tiempo. Ahora sí que me da pena haber soltado todos estos salmones que nos podríamos haber llevado ahumados a Suiza, pero lamentarse no sirve para nada, así que nos concentramos en lo positivo y regresamos al camping temprano a disfrutar de unos hermosísimos filetes de salmón recién pescado. Además, tampoco se puede estirar la paciencia de dos lobos hambrientos.
2019_07_16 Campbell River. Pesca.
Hoy volvemos a salir a pescar en barco, aunque con una compañía diferente. El capitán es mucho más simpático y el barco nos gusta más… Sin embargo, pescamos menos que ayer, pero ni me extraña, ni me decepciona. A pesar de que llevo 40 años pescando sigue siendo un misterio por qué algunos días el pescado come y otros no, pero sé que es así. Si la pesca fuera fácil, si siempre se cogiera todo lo que quisiéramos, perdería todo su atractivo. Parafraseando a Casanova: solo deseamos lo que no poseemos, la posesión es el verdugo del deseo. Aun así, al final logramos coger otro salmón real de unos 70 cm y otro coho de unos 50 (parece que vienen de 2 en 2, como los donuts). Y se ve que cuando empiezan a picar no hay más que rascar: cogemos muchos más, pero tenemos que soltarlos todos porque no dan la talla: en el caso de los salmones reales la talla mínima son 62 cm y la talla máxima 82 (a los grandes hay que soltarlos porque tienen muy buen patrimonio genético y por eso hay que dejar que lleguen a procrear).
Después de la pesca vamos hasta un ahumadero artesanal a que nos preparen el pescado. Como tardan varios días en ahumarlo les pedimos que lo envíen por correo a la compañía donde alquilamos la furgoneta en Vancouver, con la intención de recogerlo a la vuelta, antes de coger el avión. A ver qué pasa.
Por la tarde, a petición de los niños, volvemos al lago de los cangrejos de río. Esta vez tenemos mucho más cebo: kilos de tripas y agallas de salmón. ¡Qué bonito y divertido es todo!
En el camping otra vez hoguera, salmón a la barbacoa, y cena bajo las estrellas con la música del río y esa luna que parece un plátano celestial: no conozco ningún restaurante que pueda mejorar eso.
2019_07_17. Campbell River. Pesca.
Tercer y último día de pesca en barco, pero esta vez por la tarde. Por la mañana vamos a un pequeño acuario a ver y tocar animales (en realidad la mayoría de ellos se encuentran en casi todos los charcos durante la bajamar: sapas, anémonas, erizos, estrellas de mar, holoturias, cangrejos ermitaños, etc.)
Por la tarde el capitán nos recomienda no salir al mar porque hay un temporal de viento. Le pregunto si no nos puede llevar un sitio más protegido y responde que sí, pero que la pesca no es tan buena. Le digo que es nuestro último día en Campbell River y que no sé cuándo regresaremos, así que preferimos salir y que sea lo que sea. Efectivamente, hoy nos lleva en dirección contraria: en lugar de salir a mar abierto, se dirige hacia el fiordo que comienza en Campbell River y que se extiende hacia el norte. El caladero es mucho más bonito que el de los dos días anteriores: en lugar de estar en medio del mar sin ningún tipo de referencia, lo cual después de varias horas se puede hacer monótono, hoy estamos pescando junto a las escarpadas paredes del fiordo, entre pinos, Águilas reales, y remolinos. Al final pesco unos siete u ocho salmones, pero ninguno llega a los 62 cm, así que se van como vinieron.
Como ayer dejamos todo el pescado que teníamos en el ahumadero y hoy no pescamos nada que se pudiera guardar decidimos ir a un restaurante de sushi y comprar para llevarlo al camping (además, hacía ya varios días que se lo habíamos prometido a Rita, que es una lima de sushi). En esta parte de Canadá se come mucho sushi y es de muy buena calidad (materia prima, como pude comprobar, hay y mucha). Como al pedir ya tenemos mucha hambre encargamos sushi para 5 adultos. Nos ponemos las botas… y no solo de cantidad: no sé si es que teníamos mucha hambre, pero me parece el mejor sushi que comí en mi vida… y el río sigue cantando, y allí arriba siguen las estrellas y, un poco cambiado, el plátano.
2019_07_18 De Campbell River a Vancouver con el ferry. Noche en Porteau Cove.
Nos levantamos temprano porque tenemos que recorrer casi 200 km hasta la terminal del ferry que nos llevará de vuelta al continente y, sin embargo, acabamos saliendo del camping muy tarde porque tengo dificultades para fijar los asientos de Rita y Abel. Las sillitas de los niños no son las más adecuadas para el tipo de cinturón de seguridad que tiene la furgoneta, de manera que compré unas cinchas para fijar los asientos a la carrocería, pero resulta que, o estoy haciendo algo mal, o tampoco las cinchas valen, porque no consigo tensarlas lo suficiente.
Entre paréntesis, para los que estén interesados, al regresar de este viaje voy a preparar una breve guía con consejos sobre cómo viajar con niños durmiendo en tiendas de campaña, caravanas y furgonetas. Creo que tenemos bastante experiencia acumulada después de un mes durmiendo en una furgoneta en el estado de Washington, al noroeste de los Estados Unidos, cuando Rita solamente tenía 11 meses; de dos meses y pico viviendo en una furgoneta y tienda de campaña en invierno, de diciembre a febrero, en Florida cuando Rita tenía dos años; de un mes en Noruega en una caravana cuando los niños tenían tres y siete años; de este mes en furgoneta por el oeste de Canadá con Abel y Rita; y de los innumerables viajes que hicimos con ambos desde que nacieron. Muchas experiencias que sería una pena no compartir con otros padres deseosos de llevar a sus hijos a la aventura.
Volviendo al presente, una de las cosas que tendríamos que haber hecho mejor es comprobar bien el tipo de cinturones de seguridad y las fijaciones de las sillas para niños que hemos traído… de los errores se aprende.
Como perdí mucho tiempo con los asientos ahora tenemos que apresurarnos en llegar al ferry a tiempo, y además llegar conduciendo de forma prudente. Por el camino no encontramos ni atascos, ni obras, ni ninguno de los obstáculos de los que a menudo están sembradas las carreteras en la Columbia británica, así que llegamos incluso media hora antes de lo previsto. Como hemos agotado nuestros víveres se nos ocurre hacer unas compras en un supermercado que vende productos de buena calidad que habíamos visto justo subir de la rampa del ferry cuando llegamos a la isla. Hacemos las compras y salimos ya muy justos de tiempo, pensando que la terminal de ferry está a unos 100 m. Solo bajar una rampa… Me incorporo a la carretera y conduzco. Recorremos 100 m, luego otros 100, luego otros 100, y otros muchos cientos, pero el ferry sigue sin estar a la vista. De repente, vemos un cartel que pone: “ferry a 6 km”. Evidentemente, nos equivocamos de supermercado. Los 6 km siguientes me transportan de vuelta a todo aquello que quiero evitar, aquello de lo que queríamos escaparnos al venir a Canadá: la prisa, los horarios, la presión, el tener que llegar un sitio, las obligaciones, y el estrés. La hora límite para llegar al ferry eran las 11:30 y cuando por fin llegamos a la rampa que, efectivamente es de 100 m, son las 11:29. Descendemos a toda velocidad mientras, desde un lado de la carretera, se ríe de nosotros un supermercado idéntico a aquel en que nos paramos a comprar hace un rato. Llegamos a la ventanilla del ferry a las 11:30 en punto. Por los pelos.
Aprovechamos la hora y 40 minutos que dura el ferry para almorzar en la cubierta, bajo un cielo totalmente azul y con ese sol que apenas vimos durante los últimos días. También aprovecho que el barco tiene Wi-Fi para ver si ha pasado algo urgente en el mundo real después de tantos días incomunicado, pero no ha pasado nada… al menos nada que no pueda esperar.
Después de bajar del ferry nos dirigimos hacia el norte por la autopista 99, llamada “del mar al cielo”, hacia el camping donde pasaremos esta noche: Porteau cove. La autopista 99, que va desde la costa hacia las montañas rocosas, en realidad no es autopista sino carretera, con un carril para cada sentido, y a veces ni eso. La carretera parece más bien una montaña rusa por la que navegan furgonetas pickup con motores de 6 l y ruedas de tractor, camiones con tantos ejes que parecen orugas, motoristas barbudos envueltos en cuero negro cabalgando sobre Harley Davidson con tubo de escape cortado, y alguna que otra furgoneta destartalada como la nuestra, que apenas logra subir por las cuestas y que, cuando lo hace, se le sobrecalienta el motor.
Porteau Cove es una cala que ha sido declarada parque provincial por su belleza y valor ecológico. Es un sitio que frecuentan los adeptos al buceo: parece que el fondo es muy interesante y además los canadienses han hundido un barco para que los buzos puedan explorar el pecio. Este parque, como la mayoría de los parques provinciales, tiene mucha demanda. Hice las reservas para los campings durante el mes de abril y ya entonces este estaba totalmente lleno, así que acabamos durmiendo en la furgoneta en el aparcamiento del camping. También sobre esto escribiré al final: cualquiera que quiera viajar por la Columbia británica en furgoneta, caravana, tienda de campaña, o durmiendo en el coche, debería hacer sus reservas a tiempo. Sin entrar ahora en detalle, hay dos motivos de peso para ello: primero, que todos los campings de los parques provinciales están totalmente llenos en julio y agosto, quedando solamente unas pocas plazas que no se pueden reservar y que se lleva cada día el primero que venga, y segundo, para mí muy importante, logísticamente resulta muy difícil salir de un sitio y llegar a siguiente camping por la mañana lo suficientemente temprano como para encontrar uno de los sitios no reservables libre… aparte del estrés de tener que viajar con prisa para no quedarte sin sitio donde hacer noche.
Aparcamos y preparamos la furgoneta para dormir, es decir levantamos el techo abatible donde se encuentra la cama en la que dormimos los adultos, sacamos las sillas de los niños, pasamos las bolsas de la compra en las que llevamos la ropa a los asientos delanteros, ponemos encima las sillitas de los niños, y convertimos la hilera de asientos traseros de la furgoneta en una cama de lujo para los niños. Luego bajamos a la playa. Hace mucho frío para bañarse, pero yo me baño igual porque la última vez que me duché fue la primera noche al llegar desde Ginebra. La playa es, como la mayoría en la costa oeste de Canadá, totalmente salvaje: un laberinto de maderos perdidos, vagabundos procedentes de la explotación forestal, de 10 ó 20 m (árboles enteros) secos, blancos y agrietados, como un interminable camposanto de esqueletos de dinosaurio ajados por el tiempo.
La extracción maderera en Canadá se hace a lo bestia: leñadores con máquinas y motosierras sobredimensionadas realizan la tala selectiva indicada por los ingenieros agrónomos, grúas de oruga con cucharas de pinza como cangrejos gigantes cargan la madera en camiones que bajan con tanto peso que ni siquiera pueden frenar por las carreteras de grava que los llevan hasta la costa donde vierten los troncos al agua, remolcadores de puerto rodean masa ingentes de troncos flotantes, llevando una cantidad tal de madera que acaban arrastrando verdaderas islas de troncos por los innumerables fiordos de la costa canadiense hasta llevarlos a su destino en las fábricas de madera o de pulpa. Transporte delicado durante el cual se acaban perdiendo bastantes troncos que la corriente implacable termina arrastrando hasta las playas, donde se acumulan y se secan, creando decorados completamente alucinantes.
Para cuando salgo del agua y me seco, Rita y Abel ya han construido sendas canoas con troncos que están medio flotando en el agua y sobre las cuales están remando con palos hacia el infinito, y más allá.
Noche estrellada con la luna sobre el fiordo, ligera bruma baja en la orilla, los dinosaurios se levantan y me dan las buenas noches. Hasta la vista.
2019_07_19 De Porteau Cove a Whistler.
Desayunamos sobre las mesas de picnic instaladas a lo largo de la playa, en constante lucha por la vida contra ardillas y cuervos que pugnan por robarnos la comida. Salimos temprano, día soleado todo va bien.
A unos 30 km encontramos un museo de la minería que incluye una visita a las galerías de la mina. Nos paramos sin saber a qué atenernos, pero pronto descubriremos que mereció la pena detenerse: aparte de la enorme mina de cobre en desuso desde hace varias décadas, que se puede visitar por dentro con un pequeño tren de hierro que seguramente servía para transportar a los mineros por las galerías subterráneas, hay otras muchas cosas que ver. También hay maquinaria que se ha utilizado en la mina durante los casi 100 años que estuvo en funcionamiento, incluyendo un camión descomunal de los que se siguen empleando para transportar mineral en las minas a cielo abierto. Aparte, también se pueden visitar todas las casetas y tendejones que componían la explotación minera, desde los depósitos de explosivos hasta el dispensario, pasando por salas de máquinas, de lavado de mineral, etc.
Después de disfrutar de la visita de la mina seguimos conduciendo hasta Squamish, donde según el mapa hay una lengua de tierra de unos 3 km que penetra en un ensanchamiento del río y que promete ser buen sitio para pescar. Al hablar de ríos en Canadá hay que imaginarse que cualquiera de ellos, incluso los “sin nombre” llevan una corriente de agua del tamaño del Danubio a su paso por Budapest. Los lagos, por su parte, parecen mares: la geografía europea se vuelve nimia e irrisoria ante la magnitud de lo que nos rodea.
Atravesamos la ciudad y recorremos los 3 km por una carretera de grava llena de baches hasta llegar al final de esta especie de malecón natural y, para nuestra sorpresa, allí, en medio de la nada, hay una base de kite surf. No sé si es siempre así, pero hoy hay muchísimo viento y es espectacular ver a los surferos surcando el agua toda velocidad y volando por los aires. Intento pescar hacia el lado más protegido del río, pero aun así hay demasiado viento, así que almorzamos y vamos conduciendo río arriba hasta encontrar un lugar por el que podemos acceder a una de las orillas. Además, aquí el río es más estrecho, así que supongo que habrá una mayor concentración de peces en menos espacio. Otra playa desolada llena de troncos que pronto se convierte en el mejor parque de juegos para los niños. Mientras tanto pesco, pero no cojo nada.
De aquí vamos directos hasta Whistler, donde nos alojamos por primera vez, desde que llegamos a Vancouver, en un camping de lujo con todas las comodidades, aquí más por falta de alternativa que por elección. Durante los dos días que pasaremos aquí en este camping vamos a aprovechar para hacer todo aquello que no podremos después hacer durante muchos días: lavar ropa, ducharnos y estropearnos la vista con el Internet. Lo bueno es que el camping resulta ser mucho más agradable de lo que me imaginaba.
Whistler es un poco el equivalente canadiense de Chamonix en los Alpes: se ha puesto de moda y, como la gente atrae a la gente, han abierto infinidad de hoteles, restaurantes, tiendas, y todo tipo de servicios para los turistas. Al igual que en el caso de Chamonix también aquí se justifica en cierta medida la atracción que ejerce Whistler: mientras su primo europeo está cerca del Mont Blanc, éste está rodeado de pistas de esquí que reciben copiosas nevadas durante el invierno. En verano se aprovechan los remontes para subir con bicicleta de montaña, o simplemente a pasear, como haremos nosotros mañana. No es que estas ciudades carezcan de atractivo, pero si lo que uno realmente busca son pistas de esquí, montañas para hacer travesía o nieve virgen, tanto aquí, como en los Alpes, hay cientos de lugares mucho mejores para practicar estos deportes y con mucha menos gente que Chamonix o Whistler. Así son las modas.
2019_07_20 Whistler.
Subimos por la mañana con el primer remonte hasta uno de los dos picos a los que se puede llegar desde la ciudad. Arriba hay condiciones de montaña: nieve, frío y viento.
Tras una breve caminata desde la estación superior del remonte llegamos a un telesilla que nos lleva al punto más alto al que se puede subir ahora en verano. Allí hay un puente colgante de cables tendido entre dos rocas. El puente no ejerce ninguna función, ya que se puede pasar tranquilamente caminando desde una roca hasta la otra por debajo del mismo: es una atracción turística construida para que la gente pueda experimentar la sensación de vacío. Atravesamos el puente sin quedar especialmente impresionados, probablemente porque pasamos mucho tiempo en las montañas, porque vivimos en Suiza, y porque ya hemos pasado por muchos puentes colgantes más altos y más largos que este. A pesar de todo resulta divertido y Abel y Rita se lo pasan como enanos.
Después bajamos caminando por un sendero que rodea el pico de la montaña hasta llegar nuevamente al remonte grande: la telecabina en que subimos desde Whistler. Desde allí hay una otra telecabina, más grande todavía, que conecta los picos de las dos montañas a las que se puede llegar en telecabina desde Whistler: es como un gigantesco triángulo de cables y lo que más resulta impresionante, por lo menos para nosotros, es precisamente esta telecabina que, en lugar de subir y bajar, lo que hace es conectar dos puntos que están a la misma altura, venciendo para ello una distancia horizontal de cuatro kilómetros y pico sobre un profundo valle.
Llegamos así al otro pico, donde hacemos otra excursión, esta vez por praderas alpinas. En principio, se pueden ver allí muchas marmotas, pero, como de costumbre, por allí no vemos ninguna porque hay demasiada gente; sin embargo, por la mañana, en el otro pico, donde había mucha menos gente y donde no anunciaban que fuéramos a ver marmotas, sí que vimos un par de ellas desde muy cerca.
Bajo una roca, Abel descubrió una mandíbula muy interesante, pero no sé a quién le pertenecía: si alguno de vosotros lo sabe, ponedlo, por favor, en los comentarios, que Abel me lo preguntó y, a esta edad, ya se sabe, papá lo sabe (casi) todo.
Luego bajamos a la ciudad y damos un paseo. Aprovechando que estamos en la civilización compramos un par de abrigos de esquí para los niños porque los van a necesitar aquí en los campings cuando lleguemos a las montañas. Son una pasada, pero yo sigo con mi viejo plumífero condecorado con sangre de pescado.
De paso, también compramos unos entrecots de Angus para hacer en la barbacoa. Salen deliciosos. Una de las sorpresas positivas que no recordaba de la última vez que estuvimos aquí en dos mil cinco es que en las tiendas y supermercados se encuentra comida de muy buena calidad. Creo que en Estados Unidos hay que buscar mucho más para encontrar productos frescos de tanta calidad como los que se encuentran aquí prácticamente todas las tiendas: carne, pescado, fruta y verdura. Desde que llegamos estamos comiendo tan bien o mejor que en Ginebra.
Por la noche aprovecho para ducharme y afeitarme, no vaya a ser que una osa en celo me confunda con su pareja.
2019_07_21 De Whistler a Nairn Falls.
Antes de salir del camping aprovechamos para lavar y secar toda la ropa que tenemos. Mientras nuestro guardarropa al completo da vueltas en un tambor de acero inoxidable los niños juegan al minigolf (con reglas improvisadas, supongo) y Nora yo nos colgamos del Wi-Fi. Aprovecho para subir las primeras fotos y texto de este blog a mi página web.
Después vamos a comer a un pequeño lago en la misma ciudad de Whistler llamado “lago perdido”. El lago no hace honor a su nombre, puesto que es donde pasan el domingo por la tarde los locales y turistas atraídos por el sol. A pesar de ello, como hay mucho sitio, en ningún momento tengo la impresión de que hay mucha gente. El lago en sí es muy bonito y se puede nadar muy bien, de los mejores hasta ahora. Cuando vamos a bañarnos nos llama la atención un pequeño recinto cercado en la parte izquierda de la playa, cerca de los cañaverales. Nos acercamos y resulta ser un refugio para ranas: ya hay varios cientos de ellas, algunas todavía renacuajos, otras con patas y cola, y otras ya ranitas. Parece ser, según reza un cartel explicativo, que durante el mes de agosto emigran desde este lago miles y miles de ranas; debe ser espectacular, aunque me quedo con la curiosidad de saber a dónde emigran todas esas ranas. Espero que no sea Francia, porque allí correrán la triste suerte de acabar en algún plato en compañía de caracoles.
Cuando ya empieza hacer frío subimos a la furgoneta y nos vamos hasta el próximo camping, las cataratas de Nairn, donde pasaremos esta noche. Llegamos ya tarde y cansados, de manera que hacemos una cena rápida sobre la hoguera y dejamos la visita a las cataratas propiamente dichas para mañana.
En este camping no hay agua corriente, sino de pozo, y para sacarla hay que bombear con una manivela. Los niños, que nunca quieren ir a buscar agua con las garrafas de 5 litros, de repente sienten irresistiblemente atraídos por la técnica del bombeo, así que no paran de ir y venir a la fuente para todo lo que haga falta (y no se les rompe el cántaro).
Al oscurecer vamos a ver el río y luego a la cama.
Al acostarme, una noche más, me duermo mecido por la nana que nos canta el río y el viento susurrando entre los árboles.
2019_07_22 DE NAIRN FALLS A PAUL LAKE PROVINCIAL PARK
Por la mañana vamos a visitar la cataratas de Nairn, a las que se llega por una hermosa senda forestal que con los niños recorremos en poco menos de una hora. A la vuelta bajamos hasta la orilla del río para pescar, jugar y bañarnos con cuidado de no tragarnos alguno de los cubitos de hielo que bajan con la corriente. Si pesco un pez, me pregunto si saldrá congelado… pero me quedo con la curiosidad.
Hacia las 11 salimos hacia Kamloops: nos espera un día largo en la furgoneta. Intenté planear el viaje minimizando el tiempo que tendríamos que pasar conduciendo, pero si queremos llegar hasta las montañas rocosas de alguna forma tendremos que recorrer la distancia que nos separa de ellas.
Hace sol y, por primera vez desde que llegamos a Canadá, hace calor de verdad. El paisaje va cambiando a medida que nos alejamos de la costa: las montañas verdes cubiertas de pinos van dejando paso a colinas áridas de pedregal y los lagos y ríos en abundancia van desapareciendo poco a poco hasta que nos encontramos en medio de un paisaje que podría servir de decorado para una película del oeste.
Recorremos el valle del río Fraser, que por estas alturas es de color marrón oscuro por todo el lodo disuelto que transporta. Después de pasar la ciudad de Lilooet nos paramos en un sitio que había yo buscado de antemano y que es famoso porque allí se cogen esturiones descomunales: animales de hasta cuatro metros a juzgar por las fotos. Incluso compré mi licencia de esturión para el día de hoy pensando que la iba a poder utilizar, pero al final, entre que no tengo sedal lo suficientemente fuerte como para que tenga sentido para pescar esturiones, entre que son ya casi las tres de la tarde y estamos todos hambrientos, y entre que nos queda mucho camino por recorrer decido renunciar a la pesca del esturión y dejarla, quizá, para el camino de vuelta.
Hoy los niños soportan bastante mal el viaje, pero no es de extrañar: hace mucho calor, estamos cansados, si bajo las ventanillas hace mucho ruido, si las hubo nos ahogamos, si pongo el aire acondicionado nos morimos de frío, si lo quito nos morimos de calor.
Conseguimos, sin embargo, llegar hasta un lago de fácil acceso donde decidimos pararnos a comer. Se llama Pavilion Lake y hay, según presenta un cartel informativo, unas formaciones que se pueden visitar buceando. En gran parte del lago no deja ni bucear porque es área protegida. Almorzamos bajo un sol de justicia y luego nadamos en el lago. Reanudamos el viaje mucho más frescos y tranquilos.
Tras varias horas conduciendo por paisajes todavía áridos, entre cañones y pueblos polvorientos, llegamos a Kamloops, desde donde tendremos que recorrer veinte kilómetros más monte arriba hasta llegar a nuestro destino: Paul Lake.
Llegamos, por fin, al lago asados y agotados, así que lo primero que hacemos es tirarnos al agua. Después encontramos un pequeño malecón desde el que se puede pescar y no dejamos de aprovecharlo, pero no cogemos nada. Cena junto al lago con mucha compañía no invitada: ocas, patos y mosquitos hambrientos; así que cenamos rápido. Después de cenar me dirijo hasta un grifo a llenar los garrafones de agua potable, pero un cartel me advierte de que el agua del camping, por algún motivo, ya no es potable y que hay que hervirla durante al menos tres minutos, desinfectarla químicamente, o no beberla. Incluso aconsejan que, si te lavas las manos con ese agua, después te las desinfectes con alcohol. De haber visto antes este cartel hubiéramos ahorrado un poco más con el agua, ya que gastamos prácticamente toda la que teníamos para lavarnos las manos durante la cena y aclarar cosas que podían haber esperado hasta mañana. Usaremos la poca que nos queda para beber y mañana desayunaremos sin agua.
De allí subimos al camping y nos quedamos dormidos enseguida.
2019_07_23 Martha Creek Provincial Park
Hoy nos despertamos temprano porque tendremos que recorrer, otra vez, bastantes kilómetros. Al sacar el desayuno y ponerlo sobre la mesa me doy cuenta de que una de las cajas de cereales está toda desgarrada. La miro y no comprendo lo que pudo haber pasado con ella. Le pregunto a los niños si estuvieron jugando con ella o si le hicieron cortes con algún cuchillo, pero me responden que no. Sin darle más vueltas seguimos sacando cosas de la furgoneta hasta que, al sacar el pan me doy cuenta de que está en el mismo estado que los cereales. Vamos sacando más cosas y vamos viendo más desperfectos, hasta que por fin no podemos sacar otra conclusión que la que nos dicta la evidencia: tenemos un polizón en la furgoneta. El polizón es, a todas luces, un ratón, porque todas las cajas de cartón, los rollos de papel higiénico, y cualquier envoltorio de papel están roídos en varios lugares. Con una mezcla de tristeza, enfado e impotencia vamos tirando a la basura, uno a uno, todos los productos que cayeron víctimas de las fauces del roedor advenedizo. Productos de la mejor calidad, difíciles de encontrar, y aunque no lo fueran, nos da pena tener que tirar comida.
Desayunamos de aquello que está intacto, es decir, todo lo que estaba en la nevera y lo que el ratón no pudo roer (latas de conservas, botellas, etc.). Después del desayuno, mientras los niños juegan, Nora y yo vaciamos literalmente toda la furgoneta a la caza de ratón. Nos pasamos más de una hora buscándolo y, al final, a pesar de que no lo llegamos a ver, localizamos su escondrijo: está en los armarios que se encuentran junto a la nevera, oculto detrás de un panel de contrachapado atornillado para tapar el cableado de la nevera y las tuberías del lavabo. Lugar totalmente inaccesible para nosotros, ya que para desmontar ese panel de contrachapado tendríamos que desmontar también las tuberías de llegada y de salida al lavabo y ni siquiera así estoy seguro de que fuera a salir el panel entero. Además, para cuando consiguiéramos sacarlo, el ratón seguramente se habría ya ido a otro lugar dentro de la furgoneta.
Decidimos volver a meter todo en la furgoneta, envolviendo toda la comida que no podemos meter en la nevera en bolsas de plástico y colgándola de todos los ganchos que encontramos, con la esperanza de que el ratón no sepa volar. Metemos a los niños y salimos, ya con mucho retraso, hacia nuestro destino: el parque provincial de Marta Creek, a unos veinte kilómetros al norte de la hermosa ciudad de Revelstoke.
Lo primero que hacemos es descender los veinte kilómetros de carretera sinuosa que nos separan de Kamloops, donde los incorporamos a la autopista número uno en dirección este, pero no sin antes hacer una parada en una tienda de suministros agrícolas para comprar dos ratoneras. Escojo dos de las tradicionales, de las de base de madera y resorte metálico, de las que te pillan el dedo al poner el cebo y te dejan las uñas negras. Le pregunto a la dueña, que tiene pinta de agricultora y de vivir en el campo, si sabe algo de cebos que atraigan bien a los ratones. Ella me contesta que sí sin dudarlo ni un segundo y nos dice que lo mejor es la crema de cacahuete, añadiendo que si queremos nos puede dar un poco porque justamente tiene en el cajón.
Salgo de la tienda con las trampas, la crema de cacahuete, y un bote de miel casera y, mientras los niños exploran la tienda que, efectivamente, es muy interesante, yo me dedico a colocar las trampas en dos lugares estratégicos.
De allí subimos ya a la autopista número uno, ancha, llana, de varios carriles… Nada que ver con la carretera noventa y nueve. Otra vez hace mucho calor, pero por lo menos hoy no se sobrecalienta la furgoneta a no tener que subir por cuestas con tanto desnivel como las de los dos días pasados. Avanzamos rápido en la buena compañía de los Beatles, los Rolling Stones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Led Zeppelin, y, como no, Dylan. Mientras por fuera de la furgoneta pasan a toda velocidad hermosos paisajes, dentro de ella reina muy buen ambiente: los niños todavía no están cansados, están jugando, escuchando la música, buscando animales con la vista… Es ahora cuando hay que aprovechar para hacer kilómetros, porque cuando se cansan, protestan, y con razón.
Entre los cantos, la música, el ruido del motor, el viento… no pierdo la esperanza de escuchar el clic fatídico para nuestro invitado.
Paramos para comer en una pequeña ciudad llamada Salmon Arm. La guía de Canadá que trajimos, la misma que habíamos utilizado en dos mil cinco, nos dice que en esta ciudad no hay nada que hacer, que es más bien fea, y que a menos que tengas algún motivo de peso para parar, lo mejor es pasar de largo. Frente a ello, la realidad es bien diferente: nada más entrar en la ciudad encontramos un bonito mercado de agricultores y ganaderos de la zona en unas antiguas casetas de madera que en el pasado debían formar parte de algún tipo de explotación agropecuaria. Para nosotros es como salir del desierto y caer en un oasis: arándanos como cerezas, cerezas como ciruelas, ciruelas como melocotones… todo es grande, todo está maduro, todo huele a lo que tiene que oler. También aprovechamos para llenar las garrafas de agua, porque seguramente estaremos en más sitios donde el agua no será potable.
Tras haber repostado agua y gasolina, y con la despensa llena, nos dirigimos a la orilla del lago dentro de la misma ciudad de Salmon Arm: parece ser que allí hay un malecón de madera desde el cual se puede pescar, y, habida cuenta del nombre de la ciudad, sería imperdonable no echar un par de caladas e irnos sin haber mojado la cucharilla.
A medida que recorremos la ciudad constatamos que es mucho más agradable de lo que el autor de la guía afirma, sobre todo en la parte del lago. Aparcamos al lado de una de las muchas mesas de picnic que se encuentran en el parque donde se halla el malecón, sacamos la comida y nos ponemos a devorarla; es tarde y el hambre aprieta. Al terminar de comer vamos a examinar un enorme castillo de arena dentro del mismo parque.
Se trata de la obra de un escultor cuya hija de seis o siete años falleció de un cáncer incurable: es una obra en parte en memoria de su hija, y en parte como agradecimiento y recaudación de ayudas para un centro local en el que han ofrecido atención y asistencia a su hija durante su enfermedad. Siempre que veo este tipo de cosas me doy cuenta de cómo los adultos a veces nos quejamos de que los niños se portan mal, de que no paran, de que estamos cansados… olvidando completamente la enorme suerte que tenemos de tener hijos. Nos alejamos del castillo de arena, los niños llenos de admiración, y yo con una mezcla de tristeza y de vergüenza por todas las veces que me haya podido quejar.
Empieza a llover, de manera que nos apresuramos a salir hasta el final del malecón a ver si vemos algún sitio donde se pueda pescar. No hay nadie, hace viento y frío, y las montañas escarpadas que rodean el lago tienen un aire amenazador, como gigantes enfadados asomándose entre las nubes grises.
A llegar al final de malecón no vemos ningún signo de que la gente haya pescado recientemente: no hay sedal tirado, no hay restos de pescado, ni nada que indique que sea un lugar frecuentado por los pescadores. Lo que sí hay es una pequeña caseta que hace las veces de cafetería. Decido acercarme a preguntar si saben algo de sitios para pescar. Al llegar a la ventanilla me encuentro frente a una joven tan joven, tan rubia y tan sonriente que es como si me hubiera encontrado con el sol en persona metido dentro de la caseta. Le pregunto si se puede pescar aquí el malecón y me contesta que pescar, se puede pescar, pero que no me recomienda que consumamos lo que cojamos porque no se sacan más que carpas y esas saben a fango. Le contesto que llevo muchos años pescando, cuarenta para ser exacto, y que efectivamente las carpas, aquí y en todo el mundo, saben a fango y que no se me ocurría comerme una. Más sonriente aún me dice que ella también pesca, que empezó a pescar con su padre cuando era niña y que nunca perdió la afición, y que su abuelo también pesca a pesar de que está sordo como una tapia. Saca su teléfono y me enseñó unas fotos de un señor mayor, muy mayor, con unos lucios enormes que ya me hubiera gustado coger a mí. El abuelo. Abel y Rita también miran las fotos y ambos afirman conocer perfectamente a los lucios…
Nos despedimos de ella y como ya llueve bastante decidimos abandonar la pesca (aunque, para ser sincero, si el lugar de carpas hubiera habido salmones por mi podía caer el diluvio universal que no me iba sin hacer nadar unos cuantos largos a la cucharilla).
Al volver del malecón encontramos un enorme cartel con chalecos salvavidas colgados: se trata de chalecos para niños que están puestos allí en el embarcadero y que cualquiera puede coger para salir a navegar, con la única condición de devolverlo a regresar a tierra firme. Podrán decir lo que quieran de Estados Unidos y de Canadá, pero si me baso en mi experiencia personal de estos dos países casi todo lo que puedo decir de ellos es bueno. Hay muchísimas cosas que se ponen a disposición sin más, con el honor de que lo toma prestado como única garantía de devolución. Desde bastones para caminar por la montaña al principio de numerosas rutas, hasta estos chalecos salvavidas que, quizá un día, puedan hacer honor a su calificativo porque la gente los devuelve después de usarlos.
Salimos de Salmon Arm hacia Revelstoke: los niños tranquilos, con la barriga llena, y con el cuerpo tranquilo porque tuvieron más de una hora para jugar y correr, y yo pensativo, meditando sobre los chalecos salvavidas y el castillo de arena, pensamientos que siguen flotando en mi mente ahora, mientras escribo estas líneas casi una semana después de los acontecimientos.
El resto del camino, aunque es largo, transcurre sorprendentemente bien, y casi sin darnos cuenta estamos ya ante el cartel de madera que anuncia que acabamos de llegar a Revelstoke.
Parece ser que la ciudad es bonita e interesante, con muchas actividades deportivas: senderismo, montaña, escalada, pesca, rafting, etc., sin embargo, vamos a dejar la visita para la vuelta, cuando regresemos de las montañas rocosas, ya que pasaremos aquí un par de días. Así, seguimos unos veinte kilómetros por la carretera que bordea el lago Revelstoke hasta el camping donde pasaremos la noche: Martha Creek. El lago es inmenso: no sé cuántos kilómetros tiene, pero parece que no se acaba nunca. Un lago limpio, de montaña, encajado entre laderas escarpadas cubiertas de pinos donde residen muchísimos osos.
El camping, como todos aquellos en los que nos hemos quedado hasta la fecha, está lleno, pero nosotros tenemos hecha reserva para esta noche. Recomiendo a aquellos que deseen viajar por esta zona de Canadá en verano alojándose en campings que haga sus reservas con tiempo suficiente: se hace por Internet, se puede escoger cualquier sitio que esté libre (e incluso hay fotografías y una descripción de cada uno de los emplazamientos de tienda de campaña o caravana) y además es barato.
Nuestro sitio es una maravilla, probablemente el mejor de los que hemos tenido hasta ahora, ya que se encuentra en la misma orilla del lago justo encima de una pequeña playa poblada de troncos que parecen petrificados.
Nos instalamos y bajamos los diez metros que nos separan de la orilla del lago. Pescamos, nadamos, jugamos, construimos castillos de piedras y palos… Somos libres. Somos felices.
Hacia las siete enciendo la hoguera y seguimos jugando mientras la pila de madera se consume hasta convertirse en brasas. Luego cocinamos las salchichas al fuego y nos zampamos una bien merecida cena, simple, como todas desde que llegamos a Canadá, deliciosa, como todas desde que llegamos a Canadá.
Justo al acostarnos se desencadena una tormenta impresionante. Primero cae un chaparrón de repente como si se harán cubos de agua desde el cielo, luego deja de llover y empiezan a caer rayos en total desorden encima del lago. Me apetece salir de la furgoneta para intentar sacar una fotografía a un rayo. Tardo un poco en conseguir despegarme de las sábanas: fuera hace frío, viento, y dentro de la furgoneta se está muy bien. Al final vence la curiosidad y salgo a un mundo hostil que nada tiene que ver con el agradable decorado que nos rodeaba hace tan sólo un par de horas. Saco el trípode y la cámara y me pongo cazar rayos, pero es más difícil de lo que pensaba y además para cuando me decidí a salir de la cama y montar todo el tinglado la tormenta ya pasó detrás de la montaña, de modo que el lugar de ver rayos bien definidos como los de logotipo de ACDC lo único que veo son resplandores de un brillo cegador que durante algunos instantes iluminan todo el universo visible desde detrás de la montaña.
Me duermo, ya muy tarde, entre bombas y resplandores, pero las alas de sueño me llevan lejos de la tormenta a un lugar maravilloso, a ese lugar al que quizá todos nos dirigimos sin saberlo.
2019_07_24 Kaslo
Durante la noche, mientras Orfeo nos cantaba nanas, volvió la tormenta, esta vez sin rayos, pero con mucha más agua. Por la mañana todavía llueve a cántaros, tanto, que no nos queda más remedio que ir a buscar el comedor común, o picnic shelter, de que dispone el camping, sin cambiar antes la distribución de la furgoneta de noche a día. En otras palabras, yo me hago sitio en el asiento del conductor como puedo, luchando con bolsas de IKEA desbordantes de ropa, mientras los niños y Nora siguen tumbados en la cama. Después de mucho buscar entre camisetas, toallas, plátanos y calzoncillos encuentro, por fin, la palanca de cambios, y con ella se produce el milagro del movimiento. Ya sólo me queda quitar los calcetines que ayer dejé secando sobre el salpicadero y … carretera.
Llueve tanto que prácticamente me ducho al aire libre por el mero hecho de recorrer los veinte metros que separan el aparcamiento de la bonita caseta de madera donde se encuentran las mesas para que puedan comer a cubierto aquellos que viajan en coche o bicicleta y tienda de campaña. Una vez que está todo puesto en la mesa, abro el portón de la furgoneta, cojo a los niños en brazos, Nora nos tira una enorme toalla blanca llena de manchas sobre las cabezas, y echo a volar desde la furgoneta hasta la casita como un ridículo fantasma tricéfalo lleno de lamparones.
Después del desayuno, aprovechando que lleve mucho menos, preparamos la furgoneta para el viaje lo mejor que podemos, metemos la comida, metemos a los niños, y nos metemos a nosotros mismos: todo listo.
Nos dirigimos hacia el sur por la carretera número veintitrés en dirección a Kaslo. Después de recorrer cincuenta kilómetros tenemos que atravesar un enorme lago en ferry. El ferry es gratis y basta con esperar un poco hasta la llegada del próximo para poder subir a él. En menos de un cuarto de hora la inmensa boca del ferry se ha tragado las tres largas orugas de coches, motos y camiones que poblaban el aparcamiento. Al zarpar todo se queda desierto, como si no hubiera habido en aquel aparcamiento más vida que la que latía en las entrañas de las orugas.
Cruzamos un lago interminable, agitados por el oleaje que ha dejado la tormenta tras de sí, y luego, ya en la otra orilla, seguimos unos veinte kilómetros hasta llegar a unos baños termales llamados Halcyon Hot Springs. Constato con alegría que son mucho más pequeños de lo que me imaginaba: un chalé de madera con un escueto aparcamiento delante, que alberga un par de piscinas de agua caliente y una de agua fría. En el interior todo tiene un aire decadente, de lujo de los años setenta venido a menos, y, sin embargo, el conjunto posee mucho más encanto que tantos baños ultramodernos que empiezan a pulular ya por todo el mundo, y que, si no me equivoco, han tomado prestado el nombre de la ciudad belga de Spa. Nos lo pasamos fenomenal, sobre todo los niños, y a pesar de que en las piscinas no se puede ni correr, ni saltar, ni jugar a batallas de jinetes, ni nada, al final acabamos incurriendo en todas las prohibiciones y haciendo casi todo lo que nos da la gana, eso sí, sin molestar a nadie. Además, como hace mucho frío, se está muy bien calentitos en las aguas sulfurosas a casi cuarenta grados que, a lo mejor, hasta nos rejuvenecen un poquito.
Aprovechamos para almorzar en unas mesas de picnic que hay dentro de recinto de los baños a disposición del público y luego salimos ya con la intención de parar lo menos posible, ya que nos queda mucho camino por recorrer. La carretera discurre entre paisajes maravillosos que nos conminan a detenernos cada poco a perennizar el momento pasajero – este presente fugaz en el que nos cuesta tanto admitir que transcurre toda nuestra existencia – en imágenes con vocación de eternidad.
Llegamos a Kaslo bastante temprano, hacia las seis de la tarde, a pesar de que hicimos los últimos cuarenta y siete kilómetros por una carretera de montaña, panorámica, pero que nos obligaba a avanzar a paso de tortuga… sobre todo porque la furgoneta no tira. Aparcamos en nuestro sitio en el camping municipal de la ciudad que, contra todo pronóstico, no está ni muy lleno de gente, ni sucio, ni da la impresión de ser el triste decorado de botellones, sino todo lo contrario: todo está cuidado, los baños están como los chorros del oro, hay incluso duchas de agua caliente, y, a juzgar por cómo tienen instaladas las caravanas, la mayor parte de nuestros nuevos vecinos parecen ser inquilinos de larga duración, muy larga… tal vez hasta que los eche la parca. Eso es bueno porque los residentes permanentes (o semi) cuidan los campings como si fuera su casa… y, al fin y al cabo, lo es.
Compro leña para hacer fuego y la señora me vende una carretilla entera que Abel, siempre deseoso de ayudar a su padre, me acompaña a recoger y llevar hasta nuestro sitio.
Luego preparamos la furgoneta para la noche… incluso pongo un tendal entre dos árboles, limpio bien la mesa y corto y apilo la madera: mañana, por primera vez desde que llegamos, no voy a mover la furgoneta en todo el día. Por cierto, nuestro polizón sigue sin aparecer: o no le gusta la crema de cacahuete, o no tiene hambre, o es más listo que el hambre, o ya se fue igual que vino… despidiéndose a la francesa.
Cuando ya estamos instalados, Nora, Rita y Abel se van al pueblo a comprar algo de carne, mientras yo bajo a pescar a la orilla del lago. El lago en sí está a unos cincuenta metros del camping, pero un poco más lejos, siguiendo una bonita senda de unos quinientos metros, se llega a la desembocadura de un pequeño río. En las desembocaduras de los ríos siempre suele haber buena pesca, de manera que me instalo justo en la confluencia de las dos aguas, monto la caña, empato una cucharilla para salmón, ligera, pero grande, de unos diez centímetros de longitud, y me pongo a lanzar.
Estoy pescando con la caña de Abel, ya que la mía tiene la puntera demasiado gruesa y no sirve para lanzar tan poco peso como esta cucharilla. Después de unas quince lanzadas, de repente, siento un tirón inconfundible al final del sedal: igual que la campanilla activaba las glándulas salivales de los perros del científico ruso, el ansiado tirón me provoca el reflejo pavloviano de la felicidad del pescador. El sedal se tensa, la caña de Abel se dobla como una señal de interrogación, y el carrete empieza a correr para que el pez se pueda llevar sedal. Lo que sea tira mucho, y como el carrete de la caña de Abel es pequeño y la bobina no da para más, tiene sedal de pocos kilos de resistencia, con lo que tengo que tener el freno bastante suelto para que no se rompa el sedal. Voy recogiendo cuando puedo y soltando freno cuando el pez tira mucho, no vaya ser que se rompa sedal, y así me paso un buen rato cansando al pez, hasta que por fin siento que se empieza a cansar y lo acerco la orilla. Cuando está a unos 10 metros por fin lo veo: es una trucha, grande, como nunca cogí en mi vida… pero todavía tengo que sacarla del agua. En la pesca, los últimos dos metros siempre son los más delicados para sacar un pez del agua: el pez se siente atrapado y, sacando fuerzas del instinto de supervivencia, empieza a debatirse violentamente. Es cuando más peces se pierden, o porque se rompe el sedal en algún nudo (siempre el punto más débil de la línea), o porque, al pescar con anzuelos sin barba (como es obligatorio aquí), el pez se desengancha. Al final, con una serie de movimientos que desde lejos harían pensar a cualquier espectador que tengo el baile de San Vito, consigo sacarla hasta la orilla.
Es una trucha «bull trout» que al medirla da sesenta y ocho centímetros (27 pulgadas), y, aunque no tengo nada para pesarla, está gorda como un panchón.
Justo entonces llegan Nora, Rita y Abel a la playa: sería difícil describir la cara de alegría de los niños, esa alegría sincera que los niños sienten cuando los demás algo les sale bien, esa empatía limpia y contagiosa que la mayoría perdemos al ir creciendo… madurar no sirve para nada: es un invento de los mayores para racionalizar que envejecen, buscándole algo bueno a la pena a que todos estamos condenados. Coincido con Casanova en que nunca lograré amar la causa de un efecto nefasto.
¡Ya tenemos cena!
Nos quedamos pescando un poco más y a los veinte minutos vuelva sacar otra trucha un poco más pequeña que ésta, pero aun así de sesenta y dos centímetros.
Regresamos al camping ateridos de frío y cansados, pero más contentos que unas castañuelas. Ahora a seguir disfrutando: hoguera, y unos maravillosos filetes de trucha a la brasa para cenar. ¡Viva Kaslo!
2019_07_25 Kaslo
Hoy, por primera vez desde que llegamos a Canadá, no vamos a mover la furgoneta. La verdad es que es una gran diferencia no tener que andar instalando las sillitas de los niños, cerrar el techo abatible, etc. Ya el propio hecho de no tener que conducir es para mí un gran alivio.
Después del desayuno vamos paseando por la orilla del lago hasta un barco de vapor histórico renovado y que ahora es un museo. Es uno de esos barcos de vapor de palas igual que los que recorrían el Mississippi, como los de los libros de Mark Twain. Por dentro es muy bonito y está muy bien conservado, tanto, que da la impresión de estar en los años veinte o treinta en un mundo diferente al de hoy. Desde la sala de máquinas hasta los grandes salones de lujo, pasando por los camarotes de los pasajeros, tripulación y capitán, todo ha sido reconstruido de manera fiel a como era el barco cuando aún estaba en funcionamiento. Visita edificante e inspiradora.
Luego paseamos por el pueblo, que se limita a una calle principal que nace del lago y parece acabar en las cumbres de las altas montañas que lo rodean, y unas pocas calles transversales. Es muy agradable, tiene algo de auténtico que aún no ha sido pervertido por el turismo de masa.
Regresamos al camping para almorzar y luego, mientras los niños juegan en un parque adyacente al recinto del camping, nosotros organizamos un poco las cosas para los próximos días. Después, como era de esperar, bajamos al lago. Vuelvo pescar en el mismo sitio y con la misma cucharilla de ayer, mientras los niños construyen casas con los troncos de que está llena la orilla, pero esta tarde no cogeré nada: así es la pesca, y es lo bonito que tiene, ya que si pudiera coger todos los días todo el pescado que quisiera con la caña seguramente la pesca perdería todo su aliciente y emoción. Es como en la vida de pareja: cuanto menos se da por sentado más emocionante es y más tarde se agota la llama del deseo.
Hoy cenamos carne de buey, otra vez a la barbacoa… no podemos quejarnos.
Luego acostar a los niños, escribir un poco, y a digerir en la cama mientras dormimos una siesta que durará hasta mañana por la mañana.
2019_07_26 De Kaslo a Redstreak – Parque Nacional Kootenay
Hoy nos espera un día largo en la carretera, muchos kilómetros por recorrer hasta nuestro destino, un camping llamado Redstreak en el parque nacional Kootenay. Poco después de salir de Kaslo, a unos cuarenta kilómetros, tenemos que coger un ferry para atravesar el lago, pero al llegar al embarcadero nos enteramos de que se estropeó uno de los barcos y que, por ello, tendremos que esperar un poco más de una hora hasta poder embarcar. Aprovechamos para dar un paseo y para almorzar, mientras la hora se nos pasa volando, tanto, que cuando voy a una pequeña panadería en el embarcadero a pedir un café me doy cuenta de que ya estamos a punto de embarcar y me lo tengo que beber de un trago.
Después de llegar a la otra orilla intento conducir parando lo menos posible y el milagro se produce: Rita y Abel se duermen, así que consigo recorrer las tres cuartas partes del camino mientras ellos descansan. Justo cuando se despiertan ya estoy yo también harto de conducir y me empieza entrar mucho sueño, así que decidimos parar en el primer sitio que veamos, que resulta ser un maravilloso lago en el que podemos aparcar con facilidad y pegarnos un baño en la que es, hasta ahora, el agua más caliente que hemos encontrado en Canadá. Frescos y descansados seguimos ya hasta llegar al camping.
Estamos ya dentro del parque nacional y hay muchísimos animales salvajes: vemos muchísimos muflones, ciervos, marmotas, ardillas, ratones de campo, cabras y hasta un par de osos. Aquí hay normas muy estrictas en lo que se refiere a dejar cualquier cosa que pueda atraer a los animales fuera del coche, la furgoneta o la caravana. Aquí también es obligatorio dejarlo todo o dentro del vehículo, o en uno de los arcones de acero a prueba de osos habilitados a tal efecto.
Para mi sorpresa, este camping tiene ducha con agua caliente e inodoros normales: un verdadero lujo. También aquí estamos en medio de la naturaleza más salvaje, tanto, que a oscuras, hacia medianoche, mientras intento escribir este , todo resulta impresionante. Parece que todo se mueve en la oscuridad, hay ruidos y no se sabe de dónde vienen, y cuando alumbro con la frontal es casi peor, porque al mover la cabeza parece que todo se mueve por el efecto de la sombra de los árboles cambiado de posición.
Después de un rato, en vez de imaginarme osos y pumas acechando en la espesura, termino imaginándome monstruos, así que dejo la escritura y me acuesto, a ver si en sueños, en vez de monstruos, veo aquello que deseo ver y que no puedo revelar al lector, pues los deseos, si se desvelan, no se realizan.
—- continuará —-