Canadá 2019: entre osos y salmones – Segunda parte

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*** aquí comienza la segunda parte del blog: Canadá 2019: entre osos y salmones ***

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2019_07_27 Redstreak – Parque Nacional Kootenay

El día amanece frío y nublado. Desayunamos y nos ponemos en marcha: para hoy tenemos previsto hacer una caminata hasta un lago llamado Cobb Lake, en el parque nacional Kootenay.

Después de dar muchas curvas por una carretera de montaña llegamos al aparcamiento donde comienza el sendero que lleva al lago.

Por todas partes carteles advierten de la presencia de osos, tanto en el sendero, como en los alrededores. Aquí, la mayor parte de la gente que hace senderismo lleva un aerosol de capsaicina, también conocido como gas pimienta, para defenderse de los osos. Hay muchos senderos de acceso prohibido por la presencia de osos, mientras que para poder recorrer otros, donde también a menudo hay osos, las autoridades del parque exigen ir en grupos de, como mínimo, cuatro adultos y llevar un recipiente de gas pimienta.

Cuando estuvimos aquí en Canadá con Nora hace catorce años habíamos comprado gas pimienta porque en aquel entonces, al no tener aún hijos, prácticamente todos los días hacíamos senderismo por zonas remotas, muy alejadas de la civilización, de difícil acceso, y frecuentemente de alta montaña. Ahora, en cambio con los niños limitamos nuestras excursiones a distancias y recorridos accesibles para ellos y, por lo tanto, mucho más frecuentados. De ahí que esta vez no hayamos comprado el gas… Aunque con tanto aviso como ponen por todas partes a veces me planteo si no sería una buena idea comprarlo ahora, por si acaso.

La excursión de hoy es de algo menos de siete kilómetros. Discurre por una estrecha senda que, tras bajar al fondo de un valle, vuelve a subir para llevarnos al lago Coob, un lago de montaña que, por lo visto, es muy bonito.

Después de haber caminado aproximadamente durante una hora y media el cielo se pone de repente completamente negro y empiezan a oírse truenos en la distancia. Como ya hemos recorrido gran parte del camino de ida decidimos continuar, a ver si espera un poco la tormenta antes de alcanzarnos y nos da tiempo al menos a ver el lago y comenzar el retorno. Sin embargo, después de unos veinte minutos se pone a llover y los truenos ya no se oyen en la distancia, sino cada vez más cerca, dando la impresión de que estamos rodeados de un bombardeo ciego, arrítmico y aleatorio.

Justo al llegar al lago cae un rayo a pocos metros de distancia de Rita y de mí, seguido de un trueno tan ensordecedor que me da un vuelco el corazón y que disipa cualquier duda que yo aún pudiera albergar sobre lo equivocado de la decisión de seguir caminando cuando todavía se estaba acercando la tormenta y aún hubiéramos tenido tiempo de regresar a la furgoneta. Acto seguido comienza a llover a cántaros: de esas lluvias que parece que estás debajo de la ducha y contra las cuales de nada sirven abrigos, impermeables y protectores de cámaras. El gore-tex es, sin duda, bueno, pero en condiciones como estas muestra sus limitaciones y acaba cediendo a la intemperie.

Cuando uno viaja, o hace cualquier tipo de desplazamiento, el camino de vuelta siempre es más corto, por más que esto contradiga las leyes más fundamentales de la física. Pero esta vez la diferencia entre la ida y la vuelta es abismal: estamos calados hasta los huesos, tanto, que un manantial recorre mi espalda hasta llegar donde ésta pierde su casto nombre, para bifurcarse allí por las perneras de mis pantalones y descender en cascada hasta mis zapatos, de los que, a cada pisada, desborda un líquido negruzco que se funde con el barro sobre el cual navegamos. Estamos ateridos de frío, así que caminamos cada vez más deprisa, y los rayos no hacen sino animarnos a regresar cuanto antes a la furgoneta. Hoy batimos todos los récords de velocidad en excursión con los niños.

Al llegar a la furgoneta nos secamos y cambiamos lo mejor que podemos y nos encaminamos de vuelta al camping. Tenemos previsto parar a bañarnos en unos baños termales llamados Radium Hot Springs, que forman parte del parque nacional. A medida que vamos regresando empiezan a aparecer claros en el cielo y deja de llover, así que cuando vemos unas mesas de picnic junto a la carretera aprovechamos para parar a almorzar. Sigue haciendo mucho frío y aún no hemos conseguido calentarlos, pero al menos termina por salir el sol.

Después de comer vamos a los baños termales. Se trata de un edificio muy modesto que parece de los años cincuenta o sesenta y que alberga en su interior una sola piscina de agua caliente, a unos treinta y ocho grados centígrados, una pequeña piscina de unos cuatro metros de diámetro con agua congelada, y finalmente una piscina exterior bastante grande llena de agua a unos 25°, temperatura que, si bien algo caliente para mi gusto, resulta agradable para nadar. Esta piscina tiene unos toboganes y un trampolín, así que los niños se lo pasan pipa saltando y deslizándose. En un cartel veo que para poder acceder al tobogán grande hay que tener por lo menos ocho años pero, como no me parece nada peligroso, ánimo a Abel a que baje las veces que quiera sin dar mucho la nota y que ya nos dirán que no se puede cuando así lo considere oportuno el personal de la piscina. Al final, o no ven a Abel, o no les importa demasiado que haya niños menores de ocho años usando ese tobogán, pero, en cualquier caso, Abel acaba bajndo todas las veces que quiera, “como los mayores”.

No sé si es porque nos hemos pasado la mañana congelados bajo la ducha de agua fría celestial que nos cayó yendo al lago, pero la verdad es que estos baños de agua caliente son una gozada. Nos quedamos hasta que nos quedan los dedos como uvas pasas y el hambre puede más que el placer del agua caliente.

De regreso al camping vemos un pequeño restaurante mexicano que, a pesar de parecer muy simple, me da una corazonada de que puede tener buena cocina. Nos paramos a cenar y el sitio no nos decepciona, al contrario, todo está buenísimo. La primera ronda desaparece casi sin llegar a tocar a la mesa, y como haya poca gente y el restaurante tiene un sistema de cocina abierta, rápida y flexible, pedimos más a medida que nos vamos comiendo lo que nos traen. Es la primera vez que los niños comen cocina mexicana y les gusta mucho, incluso lo picante.

La endorfina no falla, así que regresamos al camping henchidos de felicidad: con el cuerpo cansado por la excursión, relajados por el agua caliente, y saciados con comida deliciosa. Preparamos la furgoneta para dormir y al poco rato estamos ya todos pensando en el mañana con los ojos cerrados.

 

2019_07_28 De Redstreak (Parque Nacional Kootenay) a Marble Canyon Campground (Parque Nacional Kootenay)

Por la mañana desayunamos abrigados hasta el cuello: no sé cuántos grados habrá, pero se nos ve el aliento, y tenemos los dedos como morcillas y la nariz morada como una berenjena. Tengo una sensación de déjà vu mientras nos lavamos los dientes persiguiendo los esquivos rayos de sol que se filtran entre el follaje. En mi infancia vi, o creo haber visto, una película rusa en blanco y negro ambientada en una minúscula aldea, probablemente en Siberia, encajada en el fondo de un valle donde la luz del sol solo llega raras veces, y recuerdo la imagen de los habitantes del poblado de pie en la nieve, apiñados formando un pequeño grupo, y moviéndose como un único cuerpo, cual lagartija gigante, persiguiendo ese ansiado rayo de sol… ¿Qué habrá sido de las lámparas de cuarzo de la guardería?

Preparamos la furgoneta para el viaje y nos despedimos del camping… somos aves de paso respirando la libertad de la carretera.

Nos paramos en el centro de información turística de Radium, el pueblo desde el cual se accede al parque nacional Kootenay, para coger un poco de Wi-Fi mientras los niños admiran la bonita exposición con que cuenta el centro. El mundo sigue igual: con sus guerras, plagas, hambrunas… pero también con todo ese amor y felicidad del que nunca hablan los medios, porque eso no es noticia, porque eso no vende.

Un cartel situado a la salida de la ciudad, que es la entrada al parque nacional, nos advierte que no habrá cobertura hasta que salgamos del parque. Una profunda alegría me inunda: ¡cuánto tiempo hemos perdido por culpa de los móviles desde que se infiltraron en nuestras vidas! Espero que los lectores que tengan mi edad no hayan olvidado que pasamos los primeros 20 años de nuestra vida libres de la esclavitud de los móviles, y crecimos felices, unos más, otros quizá menos, pero al menos no teníamos esta dependencia, casi adicción, en que se han convertido hoy los móviles. Y si crees que miento, déjalo apagado en un cajón aunque solo sea una semana…

Después vamos subiendo por la carretera que atraviesa el parque nacional hasta que llegamos a nuestra primera parada: el aparcamiento desde el que sale la senda por la que discurre la excursión de hoy, que nos llevará hasta un bonito lago de montaña llamado Dog Lake.

El recorrido cubre una distancia de unos seis kilómetros y atraviesa paisajes espectaculares. Primero hay que atravesar dos largos puentes colgantes de madera para cruzar el río, luego subimos en zigzag por una empinada ladera cubierta de pinos, para finalmente descender un poco por una estrecha senda encajada entre árboles descomunales que termina desembocando en el lago.

Al salir de la espesura del bosque la vista es impresionante: el lago está rodeado de montañas que parecen caer en picado dentro del agua, exceptuando uno de los lados, más llano, que es por donde hemos llegado. Nos quitamos las mochilas y nos sentamos para disfrutar de una merecida comida cuando una mariposa se posa sobre Rita. Saco rápidamente la máquina fotográfica temiendo que se vaya a ir tan rápido como vino, pero al final, después de sacar varias fotos, sigue sin querer irse… parece que le gustó el sitio y la maravillosa compañía.

Almorzamos entre libélulas, deleitándonos con la vista de todo lo que nos rodea. Luego nos lavamos en el lago y emprendemos el descenso hacia la furgoneta.

Seguimos subiendo por la carretera que nos llevará hasta el camping donde pasaremos esta noche.

Por el camino varios carteles nos avisan de la presencia de animales silvestres, como el de la cabra montesa haciendo equlibrismo sobre una peña:

O el del alce, con sus características astas velludas:

A pesar de que ya un poco tarde, aprovechamos para hacer otra pequeña excursión que queda de camino. Ésta es mucho más corta y llana: se trata de ver un terreno cenagoso del que los indios sacaban ocre que usaban como pigmento para hacer sus pinturas. Aún hoy en día la arcilla que cubre el suelo es de un color ocre muy bonito y los niños abren una explotación minera a cielo abierto para extraer unos cuantos puñados de lo que parece arcilla, que después secarán en la hoguera del camping y utilizarán para pintar obras maestras. Aquí, a esta hora crepuscular ya hay bastantes mosquitos, así que el camino de vuelta lo recorremos muy rápidamente.

De aquí ya vamos al camping. Éste es de los más bonitos: se encuentra en la espesura del bosque en un altiplano al pie de unas montañas completamente peladas. Hacemos una buena hoguera para preparar los últimos filetes de salmón a la brasa y para poder también secar el ocre de los niños, y ambas operaciones, un tanto delicadas, culminan en el éxito más rotundo, ya que la cena nos queda deliciosa y las galletas de ocre que prepararon los niños también quedan perfectas.

Después de acostar a los niños me quedo un poco escribiendo este diario, en el mejor escritorio del universo:

Antes de acostarme me paso un rato contemplando las estrellas. Al caer la noche, tanto este, como casi todos los campings anteriores, quedan sumidos en la más total oscuridad al estar alejados de la civilización y no contar con electricidad. La contaminación lumínica brilla por su ausencia y millones de estrellas brillan por su presencia, concomitancia ideal para olvidarse del s. XXI y contemplar, sentado en un banco de madera, las mismas constelaciones que contemplaron nuestros antepasados sentados en una cáscara de huevo de dinosaurio.

En estos momentos, mientras miro al infinito, me gustaría saber lo suficiente como para reconocer las constelaciones que nos guiñan el ojo desde el universo, pero como no sé más que el nombre de unas pocas que llego a reconocer, me limito a disfrutar del maravilloso espectáculo que se abre ante mis ojos… siempre estuve convencido de que se puede disfrutar el arte a través de la mera contemplación, sin poseer ningún conocimiento previo. El arte para connaisseurs es, como su nombre indica, arte condicional, limitado…

Soy un amante fervoroso del toda expresión artística que transmita belleza y felicidad, he visitado museos de arte por todo el mundo, desde San Petersburgo hasta Windhoek, desde Vancouver y NY hasta Bangkok y Delhi, pasando por todas las capitales y grandes ciudades europeas, y durante los más de diez años que pasé en París era visitante asiduo de todos los museos de la ciudad de las luces, y, a menudo, viendo – que no admirando ­- ciertas obras, especialmente contemporáneas, me sentía como en la corte del traje nuevo del emperador: igual que sus súbditos aclamaban las bellezas del traje que no llevaba por miedo a parecer necios, parece que hoy en día tenemos que apreciar cualquier adefesio que nos (im)pongan delante porque de lo contrario nos tildan de ignorantes, o anticuados. Pues seré ignorante y anticuado, pero para mí un inodoro, una rueda de bicicleta, un lienzo en blanco, o basura desperdigada por una sala de un museo no son arte.

Mientras me voy ya quitando de la cabeza estas estériles reflexiones y vuelvo al presente me voy dando cuenta de que estoy aterido.

La hoguera se ha apagado hace tiempo y el frío no perdona, así que me meto debajo de las mantas a digerir todo lo bonito que hemos visto y hecho hoy… y, quién sabe, tal vez a seguir viendo constelaciones sin nombre en las infinitas galaxias de la imaginación.

 

*** continuará ***